Sandalias de Schrödinger
En el zapatero de la entrada de mi casa guardo unas sandalias que no están rotas, la cosa es que podrían estarlo en cualquier instante. Son, por tanto, mitad sandalias, mitad gato de Schrödinger. La cuestión es la siguiente. Aparentemente todo está bien. Las tiras permanecen, la estructura aguanta mi peso, incluso mi avance por el asfalto. Pero si miro con atención, si tiro con suavidad para poner a prueba su solidez, veo que la sujeción de la tira empieza, timorata, a despegarse de la base. Poco. Casi nada, pero lo suficiente para hacerme desconfiar.
Cada primavera, en cuanto empieza a asomarse el calor, saco mis sandalias. De entrada nunca me acuerdo de esta contingencia arrastrada a lo largo de los años. Las coloco, las miro bien y el recuerdo regresa. Un segundo tarda en venir a mí la eterna duda. El tema es más serio de lo que parece. Estoy francamente atrapada en este no saber si están rotas o no. Porque, claro, ahora están bien, pero quién sabe si me las pongo y les llega su hora. Yo sé que ahora no están rotas. Yo sé que podrían aguantar 40 kilómetros, pero no sé si quizás solo le quedan diez metros de vida. Y esa es toda la cuestión, que no lo sé.
Desde hace unos veranos vivo, por tanto, paralizada por el miedo a que se rompa algo que aún no está roto. Estoy atrapada en la duda. La mera posibilidad es más fuerte que yo. Ninguna ocasión es buena para arriesgarme a quedarme descalza. Y mientras tanto, solo sé que cada día que abro el zapatero y las descarto me estoy perdiendo una oportunidad de pasear, de saltar, de conocer nuevas calles, nuevos rostros. Me estoy perdiendo vivir.
El miedo a que algo se rompa me impide disfrutar de lo que aún sigue bien.
Supongo que no hace falta que diga que en algún punto esto dejó de ir solo de sandalias, ¿no?
Gracias por leerme. Si quieres recibir esta newsletter cada domingo en tu correo, recuerda que puedes suscribirte a Palabras subrayadas. Nos leemos pronto ;-)