A lo mejor voy a decir una tontería. Otra más, me refiero. Por si acaso, os adelanto una noticia mala y otra buena. La mala es que ya estáis aquí, leyéndola. La buena es que será algo liviano, tenue. Tampoco podría no serlo con estos calores. Ahora la vida camina en sandalias (espero que no rotas) y los libros, las películas, los planes, los menús, tienen que ser, por mandato cultural, una oda a la ligereza. Así que ahí voy.
Durante años me he ondulado el pelo. Dedicaba media hora a conseguir un rizo perfecto que deshacía después con un peine, para darle así un aire más desenfadado, como de onda inocente, desorientada, grácil. Una onda sin estridencias, sin alardes ni estrépitos. Una onda campechana. Vamos, que me ondulaba el pelo de forma que no pareciera que me había ondulado el pelo. Y así durante años.
Hace unos meses probé, por casualidad, a no hacer nada. Y antes de que salgáis corriendo, aburridos con esta historia digna del foro de consumidoras de la gama Fructis de Garnier, aquí viene la cosa: cuando lo dejé secar al aire y, a las horas, me miré en el espejo, casi me caigo de espaldas.
Resulta que mi pelo, al natural, sin herramientas de calor ni luchas, estaba lleno de ondas inocentes, desorientadas, gráciles, campechanas. Es decir, que había perdido horas y horas y horas en transformar mi pelo para que fuera lo que ya era.
He aprendido dos cosas: una, que soy imbécil, y otra, que estas palabras que subrayo hoy, con obligado trazo flojito (ligereza, ligereza, ligereza), va sobre el pelo, pero ya imaginaréis que no solo va de eso.
Que igual que he perdido tantas horas en bregar con la plancha para conseguir una onda que sin hacer nada ya tenía, también las he perdido ondulándome a mí misma, moldeando siempre otra versión, arreglando lo que no estaba roto, corriendo hacia donde ya estaba.
Ahora entiendo por qué lo llaman rizar el rizo.
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<3
Será el camino a recorrer hacia el autoconocimiento.