Restos de un naufragio
Hace unas semanas leía Sensación térmica, de la mexicana Mayte López (si alguna vez, por lo que sea, me reseñan en otro país, me sonará rarísimo eso de la española Marina Jiménez). De repente, el relato se quebró de forma abrupta. La primera palabra de la siguiente página no encajaba con la última de la anterior, ni gramatical ni discursivamente. No entendía qué pasaba, así que activé el protocolo de la ignorancia.
El primer paso siempre es la soberbia. Durante un instante me creí más lista que Libros del Asteroide, así que pensé con aires de suficiencia que podía tratarse de alguna pirueta creativa de la obra, una suerte de homenaje a Rayuela. Pero no.
El segundo fue buscar en Google. Pero tampoco.
Así que solo me quedaba el tercer refugio imbatible del conocimiento millenial: preguntar a la editorial por Twitter. Y aquí sí.
Lo curioso de esta historia es que no devolví el libro y seguí leyendo como si no pasara nada. Porque no pasaba nada. Supongo que por eso que dice Landero en El huerto de Emerson: de lo que leemos quedan los restos de un naufragio feliz.
Seguí leyendo por la misma razón por la que ya no me gustan los pintalabios indelebles. Porque quiero que cuando bebo o cuando beso se diluyan. Porque la vida no puede ser nunca menos que un pintalabios: la vida se mancha, se derrite, se deforma, se encrespa.
Por eso respeto mucho menos el libro que la lectura y los subrayo, los doblo y a veces hasta entablo una conversación con el autor completando su frase con una mía. Y si una tarde estoy nerviosa, triste, distraída o extraordinariamente contenta (nunca algo a medio camino) y, de la emoción, derramo el café, lo cierto es que hasta me agrada, porque entonces el libro tiene algo de mí y esa pequeña imperfección lo convierte en algo vivido. Me recuerda a esta maravilla que cuenta mi amigo Juan en su cuenta de Twitter.
Abrazo con gusto el torcimiento, la doblez y la mácula porque todo el mundo tiene un ejemplar de Sensación térmica, pero no todo el mundo tiene uno al que le faltan 15 páginas que haya tenido que suplir con mi propia experiencia y quien sabe si con mi propia imaginación. Estoy hasta por pedirle parte de los derechos a Mayte López. No me pongas esa cara, Mayte: el libro que yo tengo, de alguna forma, lo hemos escrito juntas.
Pero, sobre todo, perdono y abrazo la imperfección porque me gusta pensar que la literatura (y el arte en general) es siempre así, un autor que escribe y un lector que completa, como cuadernos de colorear en los que solo hay contornos y nosotros ponemos el color, la vida, la intensidad.
Bueno, por eso y porque quién soy yo para no perdonar la imperfección.
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