Así es como yo lo imagino. Hay un universo en el que flotan, cínicas, ingrávidas, ajenas, estas cartas. También las canciones, los cuadros, la poesía. En el que antes de que Cortázar se planteara ni siquiera sentarse delante del folio, ya flotaba Rayuela. Funciona así: en esta galaxia el vello solo conoce la verticalidad, las palabras son siempre metáforas y solo hay versos, explosiones, latidos y magia. Después existe otra galaxia, gris, redonda, acotada y quieta —en la que solemos deambular—, donde se suceden, ordenadas y aburridas como un desfile de pies arrastrados, las menudencias, las rutinas y la banalidad, en un eterno lunes por la mañana. Uno de esos en los que, encima, no queda café.
Pasar de una galaxia a otra es posible, el problema es que solo hay una puerta. Y que siempre, salvo contadas excepciones, se abre por el otro lado. Pues bien: hace un mes que la puerta no se ha abierto. Y aquí no hay grados. No hay grises. Igual que solo puedes estar viendo el atardecer en Santorini o no estarlo, la descarga eléctrica, el click, el impulso, la conexión, se siente o no, te rasga o no por dentro, y esto tiene tanto de jodido como de verdad.
Entendedme: no soy como Rigoberta Bandini. Yo no puedo venir aquí, deslizar los dedos por el teclado y simplemente esperar, a ver qué pasa. Bastante mentira hay ya en el mundo para también ponerme a escribir como quien rodea distraído un edificio o tamborilea con los dedos en una sala de espera (si no te sale ardiendo de dentro, a pesar de todo, no lo hagas. A no ser que salga espontáneamente de tu corazón y de tu mente y de tu boca y de tus tripas, no lo hagas). O lo siento o no lo siento. O me estremece o no, igual que ves a alguien y te gusta o no te gusta, todo lo que viene después, el café, las copas, las citas, los suegros, los regalos de Navidad, todo eso solo confirma lo que ya sabías el primer minuto. Lo explica mejor que yo Juan Tallón: todo está aún por hacer, pero en algún sentido ya lo hiciste. La novela está acabada, solo queda escribirla.
Por eso, cuando hay semanas en las que nada me sacude, me callo. Porque si no siento que me elige, que la idea siempre estuvo ahí, solo que yo miraba hacia otra parte, no digo nada. Hay semanas en las que no se tiene que abrir la puerta y está bien así. Solo que entonces, como siempre que no hay nada bueno que decir, lo mejor es callar.
No hay más que leerte para reconocer que posees ese fuego interior pugnando por desbordarse; un magma incandescente de palabras que esperan el menor estremecimiento para hallar el resquicio por el que manifestarse, inundándolo todo de belleza, a veces serena, otras, simplemente, pasional. Calla cuantas veces lo necesites, pero no nos dejes demasiado tiempo sin el calor de tus palabras a quienes amamos las sacudidas emocionales de tu prosa.