Por qué yo, por qué yo
—¿Se puede tener peor suerte que yo? Llevamos dos semanas con un calor de perros y se tiene que poner a diluviar justo hoy. A ver qué hago ahora con las sandalias que tenía pensado ponerme para la fiesta. Odio la primavera, de verdad.
—No puedo más. Estoy hasta los huevos de Carlos. Claro, qué fácil, cómo no es él quien hace las horas extra… Encima un informe que no es para nada urgente. No había necesidad. Es que lo hace por joderme, lo tengo clarísimo.
—No me gusta esa niña para mi Javi. No me gusta y no me gusta, lo siento. ¡Tiene más de 30 años y nada más que sabe hablar de que entra y sale del Zara, de las amigas, de Instagram! Yo conozco a mi niño y mi niño no ha pensado esto bien. Por Dios, con lo que él vale…
Caminan a escasos metros. Físicamente están en Valladolid, en concreto en el cruce de Labradores con Acibelas, pero su cabeza está muy lejos, a kilómetros de ahí. Ya se ha puesto en verde, pero Patri, Andrés y Carmen tardan unos segundos en echar a andar. Por qué yo, por qué yo. Es injusto, es injusto. Cantan, por separado, una misma melodía. Y entonces, sucede: pampampampampampampam.
Cinco cajas se sueltan de la carretilla en la que lleva la compra la repartidora del supermercado. El asfalto es ahora un mosaico de cartones de leche, paquetes de compresas, latas de atún en aceite de girasol, salmón ahumado, papel de cocina y bolsas de pan de molde. Todo se desparrama ante el semáforo, juez de rictus impasible que en breve se tornará rojo.
Entonces, como cuando en la oficina salta la alarma de incendios, cuando pasa estridente una ambulancia, estalla la guerra, un teléfono suena en mitad de la madrugada haciendo sonar campanas de muerte, o se desata una pandemia, algo se detiene. El pesado universo donde vivimos, aislados, ensimismados, egoístas, mirándonos el ombligo como un niño con rabieta, se encoge y de repente somos algo más, somos parte de algo que está por encima, que nos trasciende.
Salimos de nuestra cabeza y, entonces sí, vemos con claridad ese fino hilo que nos une, que nos iguala, que nos convierte en equipo. Las preocupaciones, las injusticias, las menudencias se desmoronan como cuando el viento derriba un castillo de naipes y de repente solo somos dos piernas que corren solas a ayudar a la apurada repartidora a colocar rápido los productos caídos. Y tú, que como Patri, Andrés o Carmen lo analizas tanto todo, que crees que el impulso es algo solo para corredores, que no das un paso sin pasar antes noches en vela arropado por la ansiedad, de repente no lo piensas y te tiras al suelo a ayudar.
La vida es eso. El impulso, el de al lado, dejar de ser uno y un rato, aunque solo sea unos segundos, lo que se tarda en volver a poner en la carretilla la compra, ser el otro. No hay mejor mindfulness que un pam-pam-pam-pam-pam-pam que te hace levantar la cabeza del móvil y te recuerda dónde estás. Y, sobre todo, por qué.