Era mindfulness y yo no lo sabía
Hay una sensación que para mí es la infancia y a la que ya solo regreso muy contados mediodías al sol, sola en la terraza de un hotel o en el adormecimiento que antecede a una siesta ocasional. Voy a intentar contar algo que no sé si tiene nombre ni sabré explicar, pero si fracaso, al menos lo haré siguiendo el consejo de Landero: escribe lo que recuerdas y dirás la verdad.
Era el aburrimiento. La sana inacción. El sabor de las horas muertas. Eran paredes pintadas de blanco, mientras corrían los segundos derretidos bajo un cielo muy azul. Era mirar por la ventana del cuarto donde crecí, el patio de la casa de mis abuelos bajo el sol ardiendo. Era no saber si era martes o sábado tumbada en el bordillo de la piscina. Era un trance, la percepción de tiempo detenido, pero a la vez más vivo que nunca, y de vida fácil, extensa, plácida, dulce. Era mindfulness y yo no lo sabía.
Y mientras nada pasaba a mi alrededor, mi mente estaba en blanco, pero se movía a un ritmo lento, preciso, equilibrado. E impulsada por ese compás imaginaba conversaciones, viajaba, recordaba, construía lo que ahora pienso y también lo que ya olvidé. Escribía despierta. Ahora comprendo que mucho de lo que ahora soy y lo que ahora cuento empezó, en realidad, aquellas tardes.
Yo no sé si son los grupos de Whatsapp, si son las series, si es esta interrupción constante autoinfligida, si es este sentir virtual, si es la ciudad, pero solo sé que ahora quiero recuperar más a menudo ese tiempo derretido, la calma en las costillas, los ojos cerrados y la tarea de no tener nada que hacer.
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