Soldados sin guerra
Me habría encantado mirar al teniente Onoda a los ojos y preguntarle si también compensan y gratifican las batallas cuando son inventadas.
Pocas veces uno puede registrar el instante exacto en que cambia su suerte. Me gusta verlo como un vaso que se va llenando poco a poco, de forma imperceptible, y de repente un día uno está frustrado, descontento, desenamorado o aburrido. Esto es lo que pasa normalmente, pero no fue lo que le ocurrió al teniente Onoda, quien sí pudo ser consciente del día en que su vida cambió. El 26 de diciembre de 1944 el ejército japonés lo destinó a la isla de Lubang, en Filipinas, con la misión de retrasar el avance de Estados Unidos en los últimos coletazos de la Segunda Guerra Mundial.
Tan solo ocho meses después de llegar, el conflicto terminó, solo que no para todos a la vez. Onoda y otros miles de soldados japoneses, aislados de las noticias, continuaron dispersos por las selvas del Pacífico, peleando, saqueando, cumpliendo su misión hasta el final por una simple razón: no sabían que ya no tenían que hacerlo.
Los gobiernos, desesperados ante una situación tan absurda como insostenible, desplegaron entonces miles de folletos que alertaban a los combatientes del fin de la guerra, pero ocurrió lo que pasa siempre cuando se cree demasiado en un ideal: que cualquier intento de convicción es percibido como un engaño.
Esto solo sería una curiosidad histórica de no ser porque el teniente Onoda continuó siendo un soldado sin guerra treinta años más. Leo esta historia y pienso que me habría encantado mirarlo a los ojos y decirle muchas cosas:
Si también compensan y gratifican las batallas cuando son inventadas.
Que soy él todas las veces que sigo cuando hace tiempo que se acabó.
Que me veo en su ceguera cuando me enfrento al futuro, cuando las granadas que claramente vi venir hacia mí nunca llegaron.
Y que lo comprendo muy bien cuando me siento aquí cada semana y me retuerzo ante la sensación de que vine a esta guerra sin conocer las palabras para contarla.
Que también llevo casi treinta años dejándome la piel en una guerra inventada y que tampoco me creo los panfletos, ni los avisos, ni los consejos que me dicen que el enemigo solo está en mi lado, que solo soy una loca que grita en una selva en la que la guerra hace tiempo que se terminó, que quizás nunca hubo guerra, que la guerra soy yo.
"Que soy él todas las veces que sigo cuando hace tiempo que se acabó"
Pelos de punta 😬
El caso de tu guerra es diferente. Los proyectiles que tú usas sí que nos alcanzan a quienes esperamos, desde nuestra trinchera, esa andanada de emoción y esa explosión que sacude nuestra conciencia y nuestro intelecto. La diferencia está en que, si tu guerra es inventada, tus ficticios enemigos disfrutamos con deleite los disparos de tu artillería.