Horas después de que muriera el hermano del actor Jonah Hill, el actor fue a la consulta de su psicoterapeuta, Phil Stutz (hay un documental en Netflix sobre su método), y este le hizo una foto. La foto del rostro de una persona que acaba de saber que, de repente, su hermano ha muerto. Cuatro años después ambos la miran. “Tengo una cara extrañamente serena. Es rarísimo. Tal vez sea porque la muerte de mi hermano demolió todo lo que no necesitaba”.
Hace algo más de un mes fui a urgencias con un dolor abdominal fijo, no demasiado intenso, no demasiado incapacitante, pero que no conseguía hacer desaparecer con analgésicos. Unas horas después me decían que tenía apendicitis y que había que operar. Hasta ahí, todo bien. La cosa se empezó a torcer la primera noche después de la operación, cuando el dolor era tan insoportable que tuvieron que darme morfina. Dos días más tarde me dieron el alta. Ahí empezó la verdadera pesadilla: esa misma noche volví a ingresar en el hospital y pasé la madrugada en un box, completamente abrumada y pasando por mil pruebas. A las cinco de la mañana se supo. En una de estas complicaciones de las que avisa la letra pequeña, la cirugía me había provocado una peritonitis bastante grave, con una perforación de intestino que ahora deletreo y aún me hace temblar. Por segunda vez en 72 horas, volví a entrar en quirófano.
Los siguientes días fueron los más difíciles de mi vida. Literalmente no se sabía lo que iba a pasar. Me salvaron mis padres, la mano de mis padres que no me soltó ni un segundo en esos días. Me salvó la cadena de personas, muchísimas personas, que se unieron para ayudar, para acompañar en la distancia. Y también en la cercanía. Me salvó saber que alguien me esperaba al otro lado. Me salvó la entrega y el cariño de las enfermeras, la atención del segundo cirujano, que hubiera personas que sabían siempre qué hacer conmigo.
Cuento todo esto porque, en cierto modo, y aunque a veces el miedo me descomponía, también sentí serenidad en esos días de espera y recuperación en el hospital, y un poco en los que han seguido fuera ya de allí. Cuando te ves así, tan humano, tan vulnerable, tan corpóreo, tan mezcla de vísceras y sangre, desaparece todo lo que no importa: la estética, el apuro constante, la ansiedad de los planes, la timidez, el qué dirán, la presión, las quejas, las comparaciones, las compras en Zara, los restaurantes, los libros. Solo era una persona que se aferraba a la vida de esa forma salvaje en la que el cuerpo se aferra con 29 años. Y, más que desear volver a mi vida anterior, echaba de menos todo eso en lo que ni reparaba antes: el apetito, andar, ser libre, no tener infección, respirar aire de la calle, moverme sin sueros o drenajes, sentirme sana. Vivir.
Esto ha sido, de largo, la peor experiencia de mi vida. Aún hoy, que la pesadilla ha terminado y estoy recuperándome, a la mínima molestia regresa ese pellizco de pánico primitivo. Sé que con el tiempo, a ratos, volveré a enredarme en la tentadora trampa de la menudencia, de la preocupación estúpida, de la tontería mundana, porque somos así y quizás sea la única forma de seguir adelante, pero también sé que nunca olvidaré, porque estuve cerca de perderlo, lo que importa de verdad.
Los pelos de punta... Qué manera de describir tan terranal y humana una situación tan compleja para ti. Espero que la recuperación sea lo más rápida posible y vuelvas mucho más fuerte que nunca!