Sueño de gloria
Verás que esta entrada es algo diferente y no solo porque esté relacionada con el fútbol. El relato que vas a leer constituye mi participación en el concurso de relatos #SueñosdeGloria, de Zenda. ¡Deseadme suerte!
Ángel se baja del coche y se cuelga sobre el hombro la bolsa de deporte. No se despide de su tío, quien sin embargo lo sigue con la mirada hasta que ya está dentro del colegio. Queda algo menos de hora y media antes de que empiece el partido. En los últimos meses Ángel se ha acostumbrado a llegar al campo con mucha antelación. A unos les dice que es por ir calentando, a otros, que aprovecha para repasar mentalmente las indicaciones y consejos que le haya dado entrenador ese semana, y todo eso es cierto, pero no es la verdad: a lo que en realidad se dedica ese rato es a jugar a ser Iniesta.
De la niñez solo se sale de una manera: de golpe o huyendo. Él ha escogido la segunda vía. Sus piernas han crecido en el último año y su rostro es diferente, como si alguien hubiera cogido un cincel y hubiera terminado de esculpir sus rasgos. Sigue siendo un niño, pero la huida ha comenzado porque ya no quiere parecerlo. Por eso no cuenta su secreto, porque aunque sea un ejercicio de motivación para cumplir su sueño, en el fondo no deja de ser una forma de jugar.
Pero hoy Ángel no tiene ganas de imaginarse dejando a la grada sin aliento mientras ejecuta con virtuosismo la croqueta, el regate que aprendió de su ídolo, ni quiere formular en su cabeza las declaraciones que haría a la prensa después, aún jadeando y con el sudor sin secar.
Pasea cabizbajo y desde el campo ve que su tío acaba de llegar. Lo adora, comprende que siempre está trabajando y ha debido suponer un gran sacrificio acompañarlo hoy hasta aquí, pero echa de menos el entusiasmo de su padre, sus nervios visibles, y no sabe cómo va a salir a darlo todo sin esa mirada que comparten antes de salir. La mirada del poder, la llaman.
Ángel se da cuenta, de esa forma en la que los niños averiguan las cosas cuando los adultos más se empeñan en ocultarlas, de que algo va mal. El tono de su hogar ahora es el susurro, el silencio y el del teléfono sonando. Percibe su intento de aparentar normalidad, pero nota que están tristes y asustados y, desde hace días, él también está muy apagado. Los adultos mienten a los niños y ya no recuerdan que ser niño también es fingir que uno se lo cree.
Ya no queda mucho para que tenga que ir al vestuario. De camino pasa por un patio con una fuente, decorada con la escultura de una virgen muy bonita. El otro día su abuela le agarró con fuerza las manos y le pidió que rezara mucho para que todo se arreglara. Ángel no tiene muy claro qué tiene que arreglarse porque no le han contado qué está roto. Además, nunca ha rezado, pero piensa en la suerte del principiante y en que no puede desobedecer a su abuela. Se coloca delante de la figura, con el cuello muy levantado, cierra los ojos y dice en su mente:
No sé cómo se reza, pero supongo que lo primero es presentarse, porque como nunca he rezado supongo que no sabes quién soy. Me llamo Ángel. Perdona que venga a molestar así, sin avisar, pero estoy a punto de jugar un partido muy importante, he pasado por aquí y me he acordado de que mi abuela me pidió que rezara.
Al principio, cuando me enteré de que Natalia estaba en la barriga de mamá, me enfadé y estuve algunos días del mal humor, porque Javier, mi compañero de mesa, me contó que cuando nacen los hermanos los padres tienen que dividir el amor y al primer hijo lo quieren menos. Yo solo quería que mis padres no me quisieran menos. Hace unas semanas nació, pero aún no la he conocido porque sigue en el hospital. Mis padres dicen que todavía no puede estar en casa porque ha nacido demasiado pequeñita y necesita crecer y hacerse fuerte en unas máquinas especiales para bebés que tienen allí. Dicen que se pondrá bien, pero están tan tristes.
Siempre que voy a salir a jugar pido un deseo. Alcanzar la gloria deportiva, ganar todos los partidos y meter muchísimos goles. Hoy me gustaría cambiar mi petición: te cambio ganar y meter goles si Natalia se pone buena, se hace grande y fuerte y viene pronto a casa. Aunque tenga que compartir el amor con ella.
Ángel se persigna sin saber bien qué es eso, pero se lo ha visto hacer muchas veces a su abuela y unas cuantas a su madre. Corre hacia el vestuario sin saber muy bien qué acaba de hacer y no puede creerse lo que ve: apoyado en la puerta y muy sonriente está él. Su padre no solo ha venido: su padre ha vuelto.
—Sé que te quedan solo unos minutos para salir a jugar y quiero que lo des todo en este partido, que es muy importante, hijo, pero te prometo que solo será un momento. No podía esperar para contarte una buena noticia. A tu hermana por fin le han dado el alta y, aunque tenga que ir algunos días sueltos al hospital, por fin se viene con nosotros a casa. Los médicos están igual de sorprendidos que nosotros, dicen que esto debe ser una especie de milagro. Yo me subo ya a las gradas. Tú vete a jugar y dalo todo, que en cuanto ganemos te espera en casa tu hermana.
Ángel abraza a su padre y se va corriendo a cambiarse. Por primera vez se viste sin nervios en la barriga y sin jugar a ser Iniesta. Quién sabe: quizás, a partir de ese día, ha dejado de ser un niño. Sale al campo y mira hacia arriba, sonriendo. No sabe si va a marcar o no, pero no le importa: ha conseguido la gloria.