Así empieza la vida
El relato que vas a leer constituye mi participación en el concurso de relatos #elveranodemivida, de Zenda.
La primera persona con la que me crucé fue Antonio, el portero. Tenía el rostro completamente surcado de arrugas y una de esas sonrisas que otorgan a quienes la portan un aire eternamente infantil. Era septiembre y me había levantado muy temprano, me había preparado mi desayuno favorito y, por primera vez, había escogido con esmero la ropa para el primer día de curso. Me probé varias opciones hasta que me decanté por la que más cómoda me hacía sentir: un vaquero corto y un top color melocotón.
En la puerta de clase me estaba esperando Julia, mi tutora. Juntas habíamos planificado, minuto a minuto, los pormenores de aquel día tan importante. Habíamos imaginado todas las posibilidades, las buenas y las malas, y estábamos preparadas para lo que pudiera ocurrir.
Recuerdo aquellas charlas en las que todo estaba aún oscuro: las tardes de encierro en mi habitación, el llanto constante y esa especie de mano que me apretaba la garganta y me impedía hablar, jugar, reír, fluir, concentrarme. Ser. Entre la vida y yo existía entonces un muro infranqueable que hoy me disponía a reducir a cenizas, pensaba mientras Julia me daba la mano y me empujaba hacia el interior del aula. Entonces se abrió el telón.
—Hola a todos. Espero que hayáis pasado un verano maravilloso y que vengáis con muchas ganas de arrancar el nuevo curso. Quiero presentaros a Natalia, nuestra nueva compañera.
De todos los escenarios que habíamos previsto, ocurrió el mejor. No hubo risas ni codazos. No hubo insultos ni dedos señalando. Desde sus pupitres, mis compañeros me miraban solo con curiosidad y una sonrisa. Ni siquiera hubo extrañeza. Solo un «Hola, Natalia» a coro.
A finales del curso anterior, mi única amiga me empujó a contarle la verdad a Julia. Me escuchó en silencio, muy atenta, mientras le expliqué mi historia con un hilo de voz apenas audible y la vista clavada en el suelo. Julia me dejó terminar, agarró mis manos y respondió:
—Para ser feliz hay que ser dos cosas: valiente y uno mismo. Tú ya eres lo primero, ahora yo te voy a ayudar a ser también lo segundo. Después me preguntó si ya había elegido mi nuevo nombre.
—En el fondo, siempre supimos que eras Natalia. Bienvenida a clase —dijo Alberto.
Me senté en mi sitio mientras me escondía el mechón detrás de la oreja, un gesto que llevaba ensayando durante los últimos meses. Mis ojos se cruzaron con los de Julia, a quien tanto debía. Nunca podría olvidar el verano de mi vida, aquel en el que empecé a ser valiente y feliz, pero sobre todo a ser yo misma. Arrancaba una nueva vida y lo hacía en la misma mesa, en la misma silla y rodeada por los mismos rostros. Lo único que había cambiado era yo. Miré hacia la puerta con una sonrisa: Juan había abandonado, para siempre, aquella clase.